jueves, 13 de julio de 2017

Gestión para el subdesarrollo o la historia de la investigación universitaria venezolana

Por Gladys E. Guevara

Por uno de esos avatares propios del proceso político venezolano de estos últimos años, he compartido algunas experiencias en materia de políticas universitarias para el desarrollo de la investigación. Se trata, sin duda alguna, de una situación fortuita, por cuanto estas experiencias no han sido producto de mi adscripción formal a ninguna institución; y por el contrario, han surgido por mi continua inclinación al desarrollo de una cultura de resistencia a la dinámica adormecedora que ha prevalecido en las instituciones académicas. Jamás he sido convocada a participar formalmente en la activación de equipos de investigación académica que reviertan el estado deficitario en el cual se encuentra este subnivel de la educación venezolana. Mi experiencia ha sido siempre como voluntaria, y por supuesto, nunca me ha reportado ningún tipo de contraprestación de carácter económico o alguna satisfacción por el impulso real y exitoso de alguna política innovadora en materia de formación en y para la investigación.

Tal fue el caso de la experiencia del Programa Nacional de Formación de Educadores de la Misión Sucre, diseñado por el sociólogo Luis Eduardo Leal, el cual hubiese cumplido el pasado 27 de junio de este año, trece años, a no ser por la acción arteramente sistemática de distorsión y desmoronamiento que cumplieron los asesores cubanos en el país, conjuntamente con el burocratismo ministerial con Samuel Moncada a la cabeza, y a su diestra el tristemente recordado, viceministro de políticas académicas Andrés Eloy Ruiz.

La llamada «transformación universitaria» no era más que un recurso retórico para incorporar un significativo número de personas a la educación universitaria, bajo un mecanismo de estudio que declarativamente se anunciaba como innovador, pero que en la práctica no sólo repetía las mismas disfunciones aberrantes de las universidades tradicionales, sino que descuidaba incluso el conocimiento académico celosamente resguardado por estas casas de estudios, y que en el mejor de los casos, confería cierto grado de competencias operativas a los profesionales de la docencia.

A ciento cuarenta y siete años del decreto de instrucción pública y gratuita promulgado por Guzmán Blanco, y a trece años de la fallida experiencia de activación de un programa de formación auténticamente innovador, vuelvo a encontrarme azarosamente frente a la misma realidad: la lucha extenuante por impulsar procesos autogestionarios en materia del desarrollo científico, tecnológico e innovaciones.

Ahora el llamado “proceso político bolivariano” decreta la formación de universidades politécnicas territoriales y adscribe a ellas el aprendizaje por proyectos académicos y de vinculación social. Y la dinámica perversa de la cultura del manual de metodología, vuelve a convertir la experiencia en una rutinaria actividad escolar que lejos de satisfacer los procesos de vinculación social, se convierte en amargas y aburridas tareas de enseñanza-aprendizaje, cuyo colofón siempre es la entrega del cartón que te certifica para engrosar la mano de obra barata que alimenta al sistema y perpetúa el dominio de una clase por otra; y en consecuencia, la esclavitud humana.

Pero esa realidad no alcanza el entendimiento del burocratismo que ha crecido a la sombra de la educación universitaria de las UPT, y nuestro papel hoy es arrebatarle a esa casta, el control que actualmente tiene sobre este ámbito de desarrollo de nuestras sociedades. Enfrentamos hoy el compromiso de crear un centro de investigación científica, tecnológica y de innovación en la Universidad Politécnica Territorial de Los Altos Mirandinos “Cecilio Acosta”.

Para ello, partimos de ser conscientes de que toda unidad de investigación y postgrado adscrita a un centro educativo universitario se encuentra vinculada a una estructura organizacional que obstaculiza el desarrollo de acciones efectivas. De allí que pensar en su autonomía en el marco de sociedades tercermundistas, resulta ser una tarea infructuosa.

Las llamadas UPT nacen con un mal congénito: una estructura organizacional jerárquica constituida por individuos que no poseen las competencias necesarias para desempeñar las funciones que tienen asignadas: decisiones de carácter político-partidista envían al cesto de la basura la llamada gestión del talento en las organizaciones, y enquistan en cargos burocráticos a una pléyade academicista, quienes desprovistos de una formación con estricto apego a lo académico, sólo se esfuerzan en aparentar sapiencia y complacer a una audiencia que garantiza su permanencia en algún cargo público universitario.

La historia se repite en cada casa de estudios, aunque varíen los operadores y el anecdotario con el cual se interrelaciona la comunidad universitaria: grupos de estudiantes se arrostran la “representatividad” o “vocería” estudiantil, términos equivalentes en la práctica, aunque discursivamente se planteen como distintos. Los mal llamados “líderes estudiantiles” negocian con las autoridades algunas conquistas que benefician a un pequeño número de estudiantes, mientras ellos conservan y consolidan «el poder» para alcanzar beneficios personales y favorecer a una élite de zánganos que perpetúan su presencia durante luengos años en los centros universitarios.

Igual «suerte» corren los gremios obreros, administrativos y docentes, cooptados para “forcejear” o fingir el forcejeo con el patrón y arrebatarle uno que otro mendrugo para el personal; mientras ellos pueden seguir usufructuando de prebendas y venalidades.

Lo que se discute en las “nuevas” universidades politécnicas territoriales, son cuotas de poder. El problema es social. La humanidad avanza en conquistas políticas, pero no avanza en la conquista honesta de lo social.

Y mientras, para distraer y complacer a la audiencia, seguirán los operadores de la investigación universitaria, auspiciando la «neolengua» anunciada en la ficción orwelliana. Hablarán de gestión del talento, gestión por proyectos de investigación, gestión del conocimiento, diseños organizacionales horizontales, “nuevos horizontes epistemológicos”… mientras el aparato productivo del país se paraliza y la población entera atraviesa un proceso de pauperización acelerado.

El burocratismo universitario se cobija en la opacidad del lenguaje. Evita la claridad y la precisión. Rehúye la transparencia, alejándose con ello de la posibilidad de ser productores de conocimientos científicos, tecnológicos o innovadores. Es estéril, aunque paradójicamente sus operadores aprueben grados académicos y exhiban títulos postdoctorales. Se declaran «humanistas» desde lo sensiblero y sentimental, mientras desconocen e impiden el desarrollo de ideas, creencias y valores distintos a los del grupo de poder que consagra su permanencia en los cargos.

Los burócratas universitarios jamás entenderán que “inteligencia” no es “astucia”, que la inteligencia se vincula con una lógica de razonamiento, con creatividad, con sentido crítico, con inconformidad y rebeldía. Y para hacer de la inteligencia un proceso “perfectible”, nuestras sociedades colonizadas necesitan la explicación clara de su devenir histórico–social. Tal como muy bien lo señaló en su momento Eduardo Galeano: llegamos tarde en la repartición del mundo. Formamos parte del botín. Por ello, la activación de la producción y el crecimiento económico del país sólo es posible a la par del desarrollo pleno de la complejidad humana en su dimensión artística y cultural.

Ninguna autoridad universitaria de las llamadas universidades politécnicas territoriales comprende que jamás podremos lograr un desarrollo “soberano”, “endógeno”, “territorializado”, “sustentable”, “científico”, “técnico”, “innovador”… si no apostamos a lo mejor del ser humano: su inteligencia, la cual, según Bruner, se cimenta en gran medida en la internalización de tecnologías producidas por la cultura en la cual nos formamos. Y es necesario agregar que este proceso de interiorización de instrumentos de desarrollo de la cognición humana, debe ocurrir desde la producción de conocimientos propios, sin calco ni copia de los países industrializados, ni bajo la imposición de diseños curriculares ajenos a procesos de investigación sobre la naturaleza y potencialidades de nuestros entornos sociales. No hay recetas. Hay que confiar en nosotros mismos, y en nuestras habilidades para ir desarrollando las fases del proceso de producción del conocimiento científico.

¿Habremos de intentarlo? ¿O seguiremos atados al recetario importado?


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